jueves, 15 de octubre de 2009

Una historia de Tokio

Las flores del cerezo, de Doris Dörrie

El reencuentro de una de las directoras símbolo de los '90 con su mejor cine, o su reinvención como artista entre Oriente y Occidente

Quizás el nombre de Doris Dörrie no signifique hoy lo mismo que hace diez años, cuando encarnaba junto a otros, como el del japonés Takeshi Kitano o el francés Laurent Cantet, los ideales de cierta cinefilia culta, transnacional y posmoderna. Los tres realizadores -y la misma cinefilia, que pasó de las tertulias en vhs al consumo privado de bits- han seguido caminos bien distintos, pero es en el cine de la directora alemana en donde se evidencia la ruptura más abrupta.

Tras alejarse de las tragicomedias pop -la extraterrestre Nadie me quiere (1994); el notable retrato coral, entre Alemania y España, de ¿Soy linda? (1998)- que la hicieron conocida, los ojos de Dörrie comenzaron a mirar hacia Japón: Sabiduría garantizada (1999) contaba el viaje a ese país de dos hermanos muy diferentes entre sí; si bien allí subsistían algunas de las constantes de la obra anterior de la directora, las costuras entre los pasajes humorísticos y los “emocionantes” eran mucho más visibles, y el uso de la cámara digital transformaba la característica belleza visual de su cine en áspera crudeza formal.

Confirmada en el budismo que abrazó tras la muerte de su marido, Dörrie vuelve al lejano oriente por la revancha, con una película que resulta tan efectiva como sincera, tal vez por introducir una dimensión autobiográfica que sus últimos y teatrales trabajos (con la olvidable Desnudos, exhibida en nuestro país, a la cabeza) esquivaban. Las flores del cerezo narra el viaje a Tokio de Rudi, un hombre mayor con poco tiempo por delante, convencido a regañadientes de abandonar su rutina por su esposa Trudi. El plan es visitar al hijo que vive allí, pero todo cambia cuando la que muere en una escala del periplo es Trudi: eso lo decide a él a seguir adelante; y el descubrimiento impuesto de otra cultura, tanto como la relación que establece con su hijo tras años de silencio e incomprensión (y con una nueva amiga japonesa que practica la misma danza ritual que su difunta mujer) van a dejar una profunda huella en los últimos días de Rudi.

El vuelco de Dörrie a un cine de la emotividad, con los sentimientos bien expuestos, se hace aquí terminal, definitivo; sin embargo, en la mejor tradición oriental (hay mucho del Ozu de Historia de Tokio, otro relato sobre la brecha generacional e hijos que no esperan la muerte de sus padres para dejar el nido) no hay excesos melodramáticos, sino contención y baja intensidad. Y a pesar de su duración y alguna que otra metáfora subrayada de más, Las flores del cerezo no hace extrañar en lo más mínimo los días de ver y rever ¿Soy linda? sentados con amigos en un sillón.

Agustín Masaedo

Fuente: Hoy

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